La elección de un papa jesuita me trajo recuerdos perdidos en los laberintos de la memoria. Hasta los 12 años alojé un pupitre en un colegio de la congregación “Fe y Alegría”, la rama femenina de los jesuitas en Venezuela (un invento educativo que posteriormente se expandió por toda Latino américa).
Pobres de solemnidad
Vivíamos a casi 1000 km de Caracas, en plena cuenca minera del Estado Bolivar. Algunos de mis compañeros de clase combatían el sudor del trópico con jugo de limón aderezado con bicarbonato, el desodorante del pobre. Las instalaciones eran escuetas, lo justo para albergar sin comodidades más de 800 alumnos de familias a las que el bolsillo le llegaba lo justo para comer. Los medios eran tan menguados que los propios alumnos teníamos que hacer la limpieza y jardinería del centro.
Un machete en la mochila
Durante la semana que me tocaba jardinería un machete acompañaba a mis libretas y lápices (solía encargarme de mantener al césped dentro de sus fronteras). Aunque nunca me gustó esa hora extra, prefería el jardín a tener que deslizar la fregona por pasillos desiertos, imaginando a mis amigos ya en sus barrios jugando al béisbol. Hoy, con casi 50 años, creo que el machete y la fregona formaron parte de las matemáticas de la vida, como la regla de tres o la suma de los cuadrados lo son de la asignatura real.
Con la élite
Con 12 años, con la mejora de los posibles familiares, entré en el Loyola. Las aulas eran espaciosas y tenía un teatro para más de 300 espectadores, salas con cabinas insonorizadas para idiomas, iglesia, laboratorios, y no recuerdo cuantas canchas de baloncesto y campos de fútbol. Pero sobre todo tenía jardines, muchos jardines con palmeras, hibiscos y césped (parecía que el césped me perseguía, pero pronto descubrí que allí no tendría que recortarlo). A pesar de ser un destino para hijos de empresarios e ingenieros, una parte importante de mis compañeros estaban becados. De hecho, mi mejor amigo era hijo de un obrero raso de la Siderúrgica del Orinoco.
El parte de guerra
Los miércoles tocaba misa. Para el prematuro ateo que fui, era un fastidio solo compensado por las historias cotidianas de los jesuitas en las dictaduras de Centroamérica. Durante la homilía, después de la parábola del hijo pródigo o de los augurios del jardín de Getsemaní, el cura relataba las bajas sufridas en Nicaragua, Honduras, Guatemala o El Salvador. Arengaba contra las injusticias de los olvidados, en la esperanza de plantar una semilla que cambiase el futuro. Por aquel entonces me aficioné también a radio Habana Cuba, el altavoz de la dictadura castrista (el sarampión revolucionario se me desvaneció con los años).
Espacio libre
En el colegio había disciplina, pero también se respiraba fraternidad y libertad. Podía cuestionar la existencia de Dios o lo absurdo del celibato en la mismísima clase de religión. Teníamos libertad incluso para sacar a pasear alguna de las tarántulas domesticadas que tenía uno de los curas. Esta libertad acabó después de que un compañero le buscase a la araña un acomodo provisional en la gaveta donde se guardaban las tizas (el sonoro disgusto de una profesora espantó hasta los guacamayos de las riberas del cercano Caroní).
El bachillerato en Canarias
Nada más llegar a un instituto en Canarias, me tropecé con un severo individuo de sotana negra y andares orondos. Sospeché no me dejaría meterme con su sexualidad y mucho menos afirmar que fue el hombre el que creó a Dios a su imagen y semejanza y no al revés. Menos mal que pude elegir ética. En el instituto descubrí la excelencia de la educación jesuita; estuve casi 2 años viviendo de las rentas en matemáticas, física y biología (y eso que todavía no había nacido la Logse).
La caída del Papa negro
El compromiso jesuita con los pobres despertó recelos en los despachos del Vaticano. Karol Wojtyla desconfiaba del hermanamiento de la compañía con los movimientos revolucionarios y la teología de la liberación. Por eso defenestró al padre Arrupe, prepósito general de la compañía, y encumbró al Opus Dei. Al igual que la Compañía de Jesús, el Opus Dei convirtió la educación en una herramienta. Pero a diferencia de los jesuitas, solo la emplearon para aumentar su poder.
De sargentos y mayordomos
Los 2 últimos papas no pisaron la misma tierra que los pobres, no quisieron mancharse con el barro de la miseria. Juan Pablo II fue el sargento de Dios, empeñado en una guerra contra el laicismo. Benedicto XVI fue el mayordomo de Dios, un teólogo preocupado por las formas. El nuevo papa parece que busca otro camino.
Por si no hubiese quedado claro con la elección del nombre de Francisco, en honor a San Francisco de Asis, santo de la pobreza y la humildad, el nuevo sucesor de Pedro proclamó a los pocos días de ser elegido que “le gustaría tener una iglesia pobre para los pobres”.
La ONG más importante
Como ateo me podría dar igual quién es el nuevo orador de la plaza de San Pedro. Pero la iglesia es la mayor ONG que existe y es una de las pocas instituciones que tiene un poder real para rescatar a los marginados. El socialismo en Latino-américa ha demostrado ser otra forma de dictadura, solo que de burócratas revolucionarios en vez de generales.
La lucha contra la pobreza no consiste en el “expropiese” para premiar a los acólitos del régimen. Solo con la educación de los más pobres y la sensibilización de los futuros dirigentes es posible construir sociedades donde los niños no pasen hambre o la vida no tenga el precio de unas zapatillas de marca. Y la iglesia es la ONG que mejor sabe hacerlo.
La verdadera noticia
La novedad del último cónclave no fue la elección de un jesuita que lee a Borges. La verdadera noticia es una que nunca debió de serla. El Vaticano regresa al cristianismo.