La pasada semana santa me tocó pintar en casa. El manso oleaje de la brocha me despertó recuerdos furtivos. Uno de ellos se hizo nombre: Juancito Piringa.
Recordé una docena de casas adosadas, mirando todas a la misma acera, en una barriada con docenas de aceras iguales. La vivienda era escasa -unos cincuenta metros cuadrados- y de techo tan delgado que el sol del trópico le metía toda su rabia apenas amanecía. Lo mejor era el patio, un espacioso descampado en la parte de atrás cuya frontera era la acera de otra hilera de casas.
El pastor
Al lado, un vivaz pastor alemán tigreaba tras la alambrada metiendo miedo al paseante. El animal escalaba la valla cuando le llegaban efluvios de hembra y se perdía unas horas. Luego volvía a las inmediaciones de su reino, firmando en árboles y muros.
Las escapadas del Rinti eran una oportunidad para un alfeñique como yo; con el perro suelto me convertía en el dueño de la acera. Aunque el animal nunca llegó a morder, le acrecentaba su fama diciendo a quien tuviese delante que no se moviera. Con toda la teatralidad que podía, agarraba al perro por el collar y fingía que me llevaba hacia cualquier sitio que no fuese su casa. Cuando ya no quedaba nadie ante quien actuar, lo guiaba a la vivienda vecina.
La mujer de Luis- así se llamaba el vecino- me dejaba entrar hasta el patio trasero donde le daba al Rinti un par de palmadas en el pecho a modo de agradecimiento. La primera vez, antes de salir de la casa, me quedé plantado ante un lienzo de la sala.
El cuadro
Un perro luchaba para evitar que las olas de un mar feroz se lo tragasen. El animal mordía un grueso cabo de barco. Al fondo, aparecía un trasatlántico escorado, como un animal herido. “Lo pintó Luis” dijo la mujer al ver mi sorpresa. No sé si me impresionó más la minuciosidad del trazo o la exuberancia de quien pudo imaginar a un perro remolcando un barco inmenso. El hecho es que las salidas del Rinti se convirtieron en la excusa para volver a admirar el cuadro.
La fiebre del oro
En una ocasión, la mujer me enseñó una estantería llena de piedras, unas de cuarzo y muchas con un brillo dorado. “Pirita, el oro de los tontos”-me dijo. Así supe por qué su marido embarcaba picos, palas y provisiones los viernes por la noche en un viejo Opel: los fines de semana los pasaba buscando oro en las llanuras de El Callao.
Juancito Piringa
Luis era -o es- un mulato de músculos marcados que siempre llevaba la sonrisa puesta. Además de buscar oro y pintar cuadros imposibles, formaba parte de un grupo que tocaba salsa y música criolla en su casa. Pero su verdadera profesión era la docencia, daba clases (creo que de matemáticas) en un instituto politécnico. Fue él quien me puso como sobrenombre “Juancito Piringa”, supongo que por flaco y revoltoso. Por fortuna los muchachos del barrio no le copiaron el mote (quizás para evitar una respuesta pareada relacionada con los genitales).
Pasiones fugaces
En la era de las distracciones fáciles nos extrañaría que alguien dominase con soltura varias aficiones cuya destreza puede costar años de esfuerzo. Y eso que a poco que googleemos podemos tener a un click una oferta inacabable de cursos y recursos. A principios de los 70 se aprendía con bastón de ciego. En ese entonces el tipo era un genio. Hoy sería un marciano.
Lo cierto es que demasiada información puede ser un obstáculo para el aprendizaje. Andamos tan dispersos de aficiones que no llegamos a dominar ninguna. Si a eso le unimos la búsqueda de la satisfacción exprés, la recompensa al contado, concluiremos que más que ventajas vivimos debilidades. Aprendices de todo y maestros de nada.
La esquizofrenia de atención nos conduce a entretenimientos someros y frustraciones profundas. Perseguimos lo vano. Apartamos lo que exige concentración, todo lo que no se pueda tragar en cómodos bocados. Entre tweet s y “Me gusta” de Facebook, solo nos alcanza para aprender algo sobre los neumáticos del Ferrari de Alonso o quien será el próximo apuñalado en el Madrid.
El premio es tanto mayor cuanto más esfuerzo invertimos. Es posible que nunca encontremos el filón que nos saque de pobres o que jamás consigamos pintar un cuadro potable. Pero lo importante es perseverar, coronar hoy una cima un poco más alta que la de ayer. Los picos fáciles son polvo de olvido.
Excavaciones en la memoria
No sé qué fue de Luis. Desconozco si tropezó con la pepita que buscaba. Lo que sé es que si la encontró fue porque cavó muchos agujeros bajo un sol que derramaba plomo fundido. Y, si siguió clavando el pico en la tierra, fue porque tuvo la convicción de que en el próximo hoyo estaría su suerte. Y, a base de sudor, la fortuna se convierte en certeza.
Juan Piringa, brocha en mano, cavó hasta encontrarse consigo mismo y con Luis, el sherpa de variadas cumbres.