El dueño de “La Oficina” -una antigua tasca de La Laguna- me contó que había hecho el servicio militar en África. En una ocasión su unidad se quedó sitiada cerca de El Aaiún. Se les habían agotado las raciones y estuvieron dos días sin nada que morder.
Cuando ya estaban desfallecidos, un compañero encontró unas latas de sardinas y leche condensada. Mi interlocutor relató que abrió una de esas latas y le echó un chorro de leche condensada. Luego comió lo más despacio que pudo. Le gustaron tanto que, aunque había pasado medio siglo, una vez al año lo repetía.
Conozco a un capitán de yate al que le encargan pilotar veleros desde Francia. Una vez le sorprendió un temporal con olas de nueve metros. Era invierno y el agua fría lo golpeaba con fuerza mientras empuñaba el timón para remontar las cordilleras marinas. Cada dos horas cedía el turno a su compañero y bajaba dando tumbos al camarote. Empapado, bebía un sorbo de agua de una botella y comía un par de galletas María. Así estuvo durante tres días hasta que el mar se calmó lo suficiente como para mantener un cacharro sobre la cocina. Entonces, puso agua a hervir en un cazo y le vertió un sobre de Maggi. Según me confesó, fue la mejor sopa que había tomado.
Estas anécdotas nos revelan lo que ya sabemos. El placer más intenso es el que llega después de una privación. Eso explica por qué hay tanta gente enganchada a los maratones. La satisfacción no consiste en cruzar la meta el primero. El gozo consiste en esos sorbos pausados de agua que calman el volcán interno y el descanso de unos músculos exhaustos.
Estamos permanente saciados de todo; comemos sin hambre, bebemos sin sed y nos abrigamos sin frio. No aguantamos privaciones y, cuando lo hacemos, la apagamos a borbotones. Sin dosificarnos. Reencontrarnos con el disfrute de lo sencillo confiere autenticidad a la vida. Aunque a veces haya que sufrir un poco. Como el siguiente placer, que se disfruta mejor en invierno.
Tenemos que levantarnos temprano e ir a la plaza del Adelantado, en La Laguna. A ser posible con solo un suéter fino. Luego hay que sentarse en un banco, bajo la sombra húmeda de un laurel de indias. Nos pondremos de pie cuando las orejas sean dos pedazos de cartílago insensibles y un agüilla furtiva resbale desde la nariz. Caminaremos hacia el ayuntamiento por la calle La Carrera hasta la Casa de Los Capitanes. Torcemos en Viana hacia la plaza del Cristo. Si no castañeamos los dientes cuando llegamos a la altura de la tienda de consumibles informáticos, en el número 22, es que vamos demasiado abrigados. Dejaremos allí el suéter (que lo guarden de mi parte) y continuaremos. Al llegar al Cristo deberíamos estar abrazándonos y dando saltitos, en un vano intento de avivar algún rescoldo interno. Y ahora, lo bueno.
Entraremos en la churrería del fondo de la plaza y pediremos una taza de chocolate caliente. Ya servidos intentaremos mantenerla bajo la nariz –sin echarle el agüilla- para que el vaho cálido nos acaricie la cara. Luego beberemos un pequeño sorbo. Sentiremos la dulzura y la untuosidad del brebaje en su viaje desde la punta hasta la base de la lengua, donde se funde con el paladar. Capturaremos el sutil gusto amargo del chocolate y sentiremos la caricia tibia que nos baja por el esófago hasta llegar al estómago, donde se enciende una hoguera cuyo calor nos llega a las orejas. Repetiremos a discreción. Verás que es el mejor chocolate que has probado en años. Y no es por el chocolate.