Qué me enseñó Irene (una lección impagable para un ateo)

Una tarde Irene me confesó con tristeza que la vida se le apagaba. Intenté sacarla de su pesada burbuja, pero no debí ser muy convincente.

Le dije que incluso mi vida podía ser más corta que la suya. Pero ambos sabíamos que con 92 años los granos de arena del reloj ya estaban contados.

La conversación transcurrió en la residencia de ancianos donde vivía Irene desde hacía 4 años.

Ver sin poder mirar

Mi primera visita a la residencia de ancianos fue angustiosa.

La mayoría de los inquilinos eran octogenarios. Unos arrastraban pies de plomo tras una andadora. Otros se aferraban como podían a las ruedas de su silla en un titánico esfuerzo por avanzar unos centímetros. Los más, sentados con la mirada de perdida ante una tele que veían pero no miraban.

La crueldad del espejo

Una residencia de ancianos me resultaba una morada inquietante. Incluso más que un cementerio, que es el páramo de mármol donde sabemos que acabaran nuestros huesos.

El cementerio incluso puede ser un lugar de esperanza para los que creen en el reencuentro más allá de la lápida.

La residencia en cambio, nos enfrenta con crueldad al espejo del tiempo.

Cuando la piel llega a su invierno y los ojos se apagan. Y se mascan recuerdos errantes que poco a poco se escapan en una niebla de olvido.

La derrota más importante

Para mí, la residencia de ancianos era el campo donde se consumaba una derrota. La derrota más importante.

La de la vida.

Racionalizando el asunto, me di cuenta de que estaba equivocado.

Lo que me deprimía no era el lugar, sino el estado.

La residencia de ancianos me parecía un lugar triste por lo que tiene de ancianos y no por lo que tiene de residencia.

Para alguien con la cabeza preñada de sueños la vejez es la estación intermedia entre la vida y el vacío.

El final deshilachado de una memoria tejida durante décadas.

El descubrimiento de Irene

Con el tiempo me di cuenta de algo que se escondía tras el velo de lo cotidiano.

Y, quizás ese conocimiento sea la verdad más esperanzadora a la que pueda aspirar un ateo. Lo descubrí en Irene, una tarde de Diciembre.

La encontré bailando en un pasillo con uno de sus cuidadores.

Giraba pesadamente sobre sí misma, mientras el asistente le sostenía una mano por encima. Intentaba seguir el compás de una antigua melodía de Machín mientras sus ojos brillaban y los labios se le estiraban.

El milagro del barro

Todas las antiguas victorias no eran más que vuelos de golondrinas.

Los verdaderos triunfos los que nos pasan desapercibidos por cotidianos.

Porque la repetición los vuelve invisibles.

Y, en el sitio donde nos parece más patente la derrota, es donde podemos encontrarlos.

Irene encontró su victoria cuando se olvidó de su reloj y de los granos de arena que le quedaban.

Los verdaderos triunfos ocurren cada día.

Cuando somos conscientes del milagro que es la alquimia de la vida.

Cuando nos damos cuenta del prodigio del barro convertido en sentimiento.

Cuando dentro del alma salta una chispa que nos reconcilia con el mundo.

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