Publicado en Marzo de 2013
Llegar a los cincuenta significa tener muchas preguntas para las que no hay respuesta. Supongo que es lo que se conoce como crisis de la mediana edad.
Básicamente consiste en la aceptación de que ya no eres un pinpollo y que afrontas la última etapa de tu vida. Enfilas la proa hacia un horizonte tras el que no hay más horizontes y te preguntas que es lo que tienes que cambiar para que el viaje sea más gratificante. Y aquí es donde entra mi perra.
Chiqui es una Pinscher miniatura de malas pulgas que disfruta cazando lagartos y hurtándo bocados a las gallinas. Su aspecto es el de un Doberman concentrado en poco más que el tamaño de un chihuahua. Tiene 7 años, que en los humanos equivale al medio siglo, más o menos los años que yo tengo. En la edad biológica es lo único en que coincidimos. En el resto somos diferentes- y no siempre le llevo ventaja. Chiqui me enseña tres lecciones para vivir mejor.
Vive el momento
Mi perra no se preocupa por lo que hará cuando pase algún otro perro delante de la casa (al menos que yo sepa), ni a qué hora le tocará la comida. Vive en el estricto presente. Los humanos nos la pasamos presagiando el futuro; si tendremos suficiente para el próximo recibo de la hipoteca, lo que diremos al jefe/pariente/colega la próxima vez que nos clave una astilla, si la crisis arrollará nuestro trabajo, etc.
Vivimos con el reloj precipitado. No sabemos disfrutar el momento. Cuando planifico un viaje puedo pasarme varios meses anticipando el frescor de los amaneceres, los paisajes, los olores, la libertad del ocio. Disfruto con esa anticipación. Pero cuando llega el momento, cuando estoy inmerso en el destino, me sorprendo pensando en el regreso.
También nos la pasamos habitando el pasado. Pensamos en lo que pudimos haber dicho mientras permanecimos callados y lo que pudimos haber callado mientras estuvimos hablando. Añoramos aquel atardecer en un pueblito marinero con olor a pescado frito y canto de gaviotas y aparejos cascabaleando contra los mástiles de los veleros. A veces es el mismo atardecer que no disfrutamos porque pensábamos en lo que tendríamos que hacer más adelante (es decir ahora). Y ahora, varios días después del viaje, nos distraemos de lo que tenemos que hacer porque tenemos la cabeza en el pasado, en el pueblito marinero.
Nuestra cabeza es un enjambre de pensamientos que irrumpen desde el ayer o regresan desde el mañana. Estamos tan adsorbidos que nos insensibilizamos al momento que vivimos; no sentimos la caricia fresca del alisio, ni oímos el canto del capirote, ni descubrimos que nuestro hijo, pareja o madre quiso iniciar una conversación.
El pasado ya es humo de rescoldo apagado y el futuro es la hoguera que tal vez nunca se encienda. Lo único que nos pertenece es el presente. Y perderlo es perdernos la vida.
Sé más emotivo
El rabo es la sonrisa del perro. Cuando llego a casa, la Chiqui me recibe con un rabo alborozado. Es su manera de decirme que me quiere y se alegra de verme.
Me crié en un ambiente donde estaba mal visto expresar sentimientos. El mensaje subliminal, el que mamaban los niños de los sesenta y setenta, era que no le podías decir a nadie que le querías, o te alegrabas de verle. Era un signo de debilidad, sobre todo si eras chico en lugar de chica. Si acaso tenías licencia para lanzar agravios.
Ya de adultos decimos lo que nos desagrada y somos tacaños en elogios y sonrisas. Asumimos que nuestros allegados saben que les queremos y que sobra el gesto y la palabra. El problema es que, para cuando nos atrevamos, no seremos capaces de sonreír y tendremos una conversación muda ante una silla vacía.
Acepta la muerte como parte de tu vida
Una de las pocas certezas que tenemos es que algún día moriremos. Tarde o temprano nos acurrucaremos en un nicho y alguien de vez en cuando depositará flores sobre el frio mármol. Para los que no tenemos el asidero de la fe, la muerte es el final absoluto.
Supongo que en algún momento entre los 40 y los 50 empecé a medir el tiempo no desde mi nacimiento, sino por lo que me puede quedar hasta que acabe la película. Puesto que estaremos en el cine de la vida unos 80 años (si no nos estrellamos con el coche o nos sorprende un infarto o incubamos un cáncer o …), los treinta años que me queden deberían perecer más que suficientes.
El problema es que la arena del reloj cae cada vez más de prisa. El mayor temor no es la muerte. La verdadera angustia consiste observar cómo llega sin haber vivido. Somos como el retrato de Dorian Gray, al que le salen las arrugas sin salir de su lienzo. Nos sentimos vivos cuando nos ocurren experiencias nuevas. Y para ello no hacen falta alucinógenos ni mudarnos de lecho.
Decía Marcel Proust que los verdaderos viajes no consisten en visitar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos. De la misma forma, la vida no consiste en buscar nuevas experiencias sino en exprimir las que ya tenemos y que no disfrutamos por tener el campamento instalado en algún tiempo distinto del presente.
Para mi perra cada instante es único e irrepetible; los olores, los sonidos, incluso la mosca que zumba a su alrededor y que intenta atrapar de un bocado. Y siempre hay un manjar nuevo en el comedero de las gallinas por el que vale la pena arriesgarse a un picotazo.
Vivir, laborar, pasar y soñar
Presumimos de ser la cúspide de la creación (o de la evolución), pero los 1200 centímetros cúbicos de cerebro no nos capacitan para ser más felices. Puede que estemos mejor preparados para perseguir el éxito, pero estamos mal dotados para vivir –y morir- en armonía con nosotros mismos.
Mi perra no sabe que va a morir. No mide el tiempo que le queda para que se le acabe la fiesta; simplemente la disfruta mientras dura. Le ocurre lo mismo que a las buenas gentes de Antonio Machado:
“He andado muchos caminos, he abierto muchas veredas; he navegado en cien mares, y atracado en cien riberas. (…) Y en todas partes he visto gentes que danzan o juegan, cuando pueden, y laboran sus cuatro palmos de tierra. Nunca, si llegan a un sitio, preguntan a dónde llegan. Cuando caminan, cabalgan a lomos de mula vieja, y no conocen la prisa ni aun en los días de fiesta. Donde hay vino, beben vino; donde no hay vino, agua fresca. Son buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueñan, y en un día como tantos, descansan bajo la tierra.”