El silencio del fondo
Ocurrió hace 32 años, a 150 metros de la costa entre Bajamar y Punta Hidalgo. Una tarde de invierno de mal recuerdo en la que intentaba mantenerme a flote mientras rezaba un padrenuestro.
Si un creyente suele rezar para implorar la ayuda ante imposibles, para un ateo confeso como era yo, la oración era el sinónimo de una claudicación.
Con ese acto dejaba a un lado aquello en lo que creía (que no existía Dios) para tratar de encontrarle alguna trascendencia a la muerte.
Llevaba un rato agitando los brazos al aire, intentando llamar la atención a alguien que estuviese mirando desde la costa. Pero al final llegué a la conclusión de que nadie me ayudaría. Al menos a tiempo.
Ningún pescador arriesgaría su vida poniendo proa contra un mar de fondo. Y, el auxilio desde Santa Cruz tardaría al menos 2 horas (el 112 y el helicóptero de salvamento fueron inventos posteriores). Para entonces mi cuerpo habría impactado varias veces contra las rocas del fondo.
Por co…
Minutos antes mis amigos y yo contemplábamos desde la orilla como se desmoronaban las murallas de agua en medio del espumaraje.
Ellos -que seguro nadaban antes de empezar a andar- sopesaban si el vértigo de cabalgar aquellas bestias merecería el riesgo de un mal golpe contra el fondo. En cambio yo, hasta hacía unos meses mediocre nadador de piscina en el interior de Venezuela, solo intentaba estar a la altura.
Con 17 años todo era cuestión de gónadas. Y si ellos las tenían cuadradas, yo no podía tenerlas redondas.
El infierno acuático
Al principio avancé porque las olas llegaban reventadas. Pero cuando alcancé la línea de rompiente me quedé atascado.
Me sumergía para evitar el desplome de uno de aquellos colosos y al momento una misteriosa fuerza me zarandeaba y me envolvía un manto blanco de burbujas.
Para poder orientarme me dejaba flotar y cuando ya sabía hacia donde se dirigía mi cuerpo, nadaba hacia a la superficie. Asfixiado, cogía el aire que podía y veía con horror una nueva muralla de agua a punto de caerme. Vuelta hacia abajo, al manto blanco, a la coctelera, a averiguar hacia donde nadar.
No sé lo que duró aquello pero cuando conseguí superar el rompiente, juré que no volvería a pasar por lo mismo. Prefería la tranquilidad de alta mar aunque me costase la vida.
El mar de fondo de 2013
El año 2013 me recordó ese día. Una y otra vez acabábamos de sacar la cabeza tras una ola de cuotas de préstamos, nóminas, seguros sociales y recibos de proveedores, cuando una nueva montaña de pagos nos dejaba sin resuello.
Despedimos gente, cerramos tiendas, dejamos de suministrar a clientes morosos, disminuimos el crédito a los que quedaron, presionamos a los proveedores para que bajaran precios y nos dieran más crédito, quitamos todo gasto que no fuera esencial por pequeño que fuese y pedimos más préstamos.
Todo parecía inútil. Estábamos atascados en la rompiente. Al final del verano los agujeros del cinturón ya alcanzaban la hebilla.
Menos tinta y toner
El principal problema era que las ventas caían a tal ritmo que las tijeras no daban abasto. Muchos de nuestros clientes cerraron y los que permanecían recortaron todo, incluido el toner y la tinta.
Para complicar más la situación, las administraciones no cumplían la ley de morosidad (en teoría deberían pagar a 30 días). Abundando en el escarnio, el Gobierno de Canarias congeló los pagos pendientes de Mayo y algunos ayuntamientos se demoraban tanto en sus transferencias , que cuando pagaban las facturas ya estaban apergaminadas.
Un respiro
Entonces llegó Septiembre.
Las ventas aumentaron con respecto a la media del año. Muy poco, pero al menos no caían.
Y luego en Octubre, donde las ventas aumentaron otro poquito más. No es una clara mejoría, pero al menos es un respiro, no seguíamos hacia el fondo.
Como salí del agua
Aquel día –ya lejano- en el que recé en medio del mar, pude escapar para contarlo (y ahora escribirlo).
Durante una eternidad me mantuve a flote, con los brazos pegados al cuerpo y moviéndome lo suficiente para compensar la hipotermia.
En un determinado momento me di cuenta que las olas cesaron. No me lo pensé. Nadé como un poseso hacia la costa.
Los monstruos volvieron cuando ya había superado de nuevo la línea de rompiente.
Justo para darme un aparatoso revolcón contra las rocas de la playa. Pero salí.
Sin ningún hueso roto y un poco más humilde.
Tres lecciones
De ese día que fui a coger olas aprendí tres lecciones. La primera es que la estupidez de un adolescente no tiene límites, especialmente si está con amigos.
La segunda es que cuando nos sentimos realmente perdidos nos agarramos a un clavo ardiendo, nos convertimos en fervientes creyentes aunque seamos ateos.
Y la tercera es que aunque lo tenga muy jodido hay que aguantar. Solo si resistimos podemos alcanzar el remanso que nos permita nadar hacia la salida.
La esperanza
Los últimos meses del 2013 parece que traen algo de calma a un mar embravecido desde hace varios años.
Los telediarios ya no visten de luto la economía y dicen que lo mejor está a la vuelta de la esquina. Al menos en las grandes cifras.
Espero que las aguas también amainen para los que pagamos hipotecas y contenemos el aliento a fin de mes.
Necesitamos una tregua que sea lo suficiente larga para que podamos llegar a tierra. Si no es así, si este alivio es solo un espejismo, siempre nos quedará recurrir al padrenuestro.