Aprender a volar
Hace poco un amigo, profesor de instituto en Lanzarote, manifestaba su desánimo con el trabajo. Recordé el último curso de Biología que compartimos. Nuestro ánimo presagiaba una metamorfosis. No más exámenes. No más bolsillos vacíos. Pero desde nuestra guardería en el acantilado se veía un mar encrespado, dispuesto a devorarnos. Y no quedaba otra opción que lanzarse al vacío.
No es profesión para impacientes
Pocos teníamos idea desde donde nos vendría una nómina. Por eso la mayoría hizo el CAP (certificado de aptitud pedagógica). Dedicarse a la enseñanza era una opción más. Pero yo provenía de clases donde llegamos a encerrar una tarántula (viva) en la gaveta de las tizas del profesor. O esparcíamos pulgas a los pies de quien daba clases. Y no me veía con paciencia para soportar bromas adolescentes.
Fuego amigo
Visto desde la distancia, el profesor es un privilegiado. Sueldo seguro. Vacaciones generosas. Pero la enseñanza ahora es más difícil. No porque los adolescentes sean ahora más gamberros, sino por los padres. En mi generación disparaban pocas veces. Y, cuando lo hacían, era contra nosotros, sus propios vástagos. Ahora los profesores son el blanco de este fuego. Están infravalorados y, encima, acosados.
Un trabajo vital
La función social más importante del profesor no es la de transmitir conocimientos. Ni la de mantener en la nevera a nuestros hijos mientras le crece la neurona del sentido común. Hay una parte de su trabajo que ni se mide ni se premia. Y sin embargo es tan importante que sin ella ninguna democracia avanzada podría sobrevivir.
El ascensor social
Hace dos siglos un aparcero sabía que su hijo seguiría haciendo lo mismo. Quizás para otro marqués. Con la educación gratuita se puso en marcha el ascensor social. Un barrendero pone sus esperanzas en el billete de lotería que compra a fin de año. Sin embargo su hijo puede aspirar a mucho más.
Lo que se puede aprender
Hay un conocimiento que no está escrito en ningún libro de texto. Ni está en los planes de educación. Es una revelación tan sutil que quien lo enseña no suele ser consciente de que la imparte. Y quien la aprende tampoco se da cuenta de que la recibe. Y sin embargo es lo más importante que un niño puede aprender. Y lo más mejor que un profesor puede enseñar. Lo que de verdad puede cambiar una vida.
Que se puede soñar.
Cambiando el destino
Para el hijo de un arquitecto es fácil llegar a ser abogado. Ve el ejemplo todos los días. No es un sueño, sino una obligación que probablemente le aburra. Sus padres le arrastran al cuarto de estudio en la esperanza de que llegue hasta donde ellos llegaron. Pero para otros es diferente. Hay quienes escuchan insultos desde que salen de casa y llegan a clase con el estómago vacío. Su futuro es el que pueda tener una bola de billar. Chocar contra otras y con las paredes del sistema.
Una ONG cotidiana
La única esperanza de quien no tiene una escuela en su casa es que encuentre un asidero en su clase. Un modelo a seguir. No uno cualquiera. Muchos docentes consideran que su trabajo acaba en la tectónica de placas o en el teorema de Pitágoras. Solo unos pocos van más allá. Y se convierten en Maestros con mayúscula.
Sembrando prosperidad
Es posible que solo pueda inocular ambición de superación en muy pocos alumnos. Tal vez uno o dos en una clase de treinta. Pero son esos pocos, repetidos miles de veces, los que cambian las sociedades. Son los que conocen el verdadero valor de un sueño. Los que lucharan por alcanzarlo. Los que romperán la sentencia de miseria de sus hijos. Los que poco a poco, sin guillotinas de por medio, fabricarán prosperidad.
Los abismos ideológicos
Ahora que estamos en la tentación de soluciones inmediatas, conviene recordar que las revoluciones siempre acabaron mal. Incluso la francesa, donde rodó la cabeza revolucionaria de Robespierre después de un reinado de terror.
Las revoluciones anónimas
Las democracias más prósperas son el producto de revoluciones anónimas protagonizadas por hombres tranquilos. De muchachos que salieron de una barriada subvencionada y se jubilaron pisando moquetas. Y de maestros que supieron darle una oportunidad. Como lo hacen muchos de mis antiguos compañeros de clase.
Es de justicia reconocerlo.